La revolución de la infertilidad.
8 de marzo. Recordatorio anual de la lucha constante a la que nos sometemos las mujeres para encontrar nuestro lugar en un mundo dominado por el hombre. Resulta curioso que se le catalogue de “recordatorio” cuando se trata de una “constante” en la vida de una mujer. Pero aquí está, el día en el cual el mundo se para por nosotras, aplaude lo conseguido y repite lo pendiente de conseguir.
El camino resulta arduo, tedioso, e infinito. Una compara las actitudes de hoy en día, la libertad para conversar de según qué temas, con cómo era en la década de los ochenta, y evidentemente se aprecia una grata mejoría. Pero luego se ve en las noticias cómo una aerolínea exige a las aspirantes a azafata a desfilar semidesnudas para valorar cuán válidas son para el puesto; constantes violaciones y abusos, que no tienen por qué ocurrir en un callejón sin salida, sino en la comodidad de nuestro hogar; asesinatos de un hombre hacia una mujer por no aceptar que la relación ha acabado. La lista sigue y sigue, y una entiende que son tantas las variables, que es normal que existan plataformas de afectadas para cada tema concreto, porque una sola no puede con todas (ah, la sororidad).
De todos modos, no todo es negativo. Como decía, los avances alcanzados en nuestra sociedad en cuanto a libertad de la mujer y enfoques de vida son muchos, si bien aún acarrean cuchicheos de aquellos quienes no se adaptan a la era moderna.
Las tendencias actuales.
Un avance notorio a nivel social es la aceptación de que una mujer no debe casarse para conseguir la felicidad plena, el entender que la norma social impuesta no aplica para todas. Nos modernizamos y hablamos con mayor libertad sobre las presiones que acarrea la maternidad, el trasfondo de lo que conlleva traer hijos al mundo, el desprenderse del famoso “ser madre es la luz de mi vida”. Qué alivio poder compartir sentimientos en vez de tener que guardarlos en una cajita, con miedo a expresarlos hasta con una misma.
Del mismo modo, la llamada no-maternidad va ganando popularidad, habiendo mujeres que espetan un firme ‘no’ ante la idea de tener hijos. Una hace scrolling por redes sociales y encuentra testimonios inesperados de mujeres que cuentan cómo prefieren una vida sin hijos porque no han tenido nunca aquel deseo, ni les ha sonado la alarma del reloj biológico. Explican cómo se les juzga por no cumplir con lo establecido, por romper esquemas y cómo soportan miradas de pena, de incomprensión y desasosiego. No obstante, creo que estas mujeres cuentan con la gran suerte de tener muy claro lo que desean y, si bien pueden cambiar de opinión más adelante y acabar viviendo la maternidad, tener las ideas claras y anteponerse a sí mismas frente al qué dirán es claramente un privilegio.
La mujer que sufre infertilidad sigue sin visibilización.
Lo que me llama francamente la atención es cómo, pese a los avances sociales que presenciamos día a día, la mujer que quiere tener un hijo y no puede es un tema de conversación prácticamente ignorado, e incluso criticado. He llegado a leer comentarios en los cuales se halaga la infertilidad y se critica a la mujer que se somete a un tratamiento de reproducción asistida, por pensar solo en ella o no dignarse a apuntarse a la infinita lista de espera para adoptar, en pos de mejorar la vida de un niño sin familia, o se le tilda de poco colaborativa por querer poblar de más humanos a nuestro planeta. Estos comentarios que he encontrado en foros, posts de Instagram, Facebook, Twitter… siempre han provenido de otra mujer.
La sororidad, en muchos aspectos, sigue bajo construcción. La infertilidad es amarga, solitaria, triste; un anhelo de aquello que pudo ser y, de momento, no ha sido. Los tratamientos de reproducción endeudan a millones de mujeres y hombres cada año, generan ansiedad y depresiones equiparables a aquellas que sufre una persona a quien le detectan cáncer terminal. Son complejos, laboriosos, en ocasiones incomprensibles, y muchas veces se prolongan durante años sin dar el resultado deseado. Ya sea por ignorancia, o ya sea por la impunidad de opinar a través de una pantalla, olvidamos ponernos en el lugar del otro y evitamos a todo costo poner en práctica la compasión.
¿Qué es lo que ocurre para que nos veamos con el don de la palabra en el debate de las decisiones de vidas ajenas? Lo que sucede es que una decisión tan personal como la maternidad, no debería ser un libro abierto para que el resto se sienta libre de opinar y sugerir qué debería hacer la persona que se tiene delante, ya sea un sí, un no, o un no puedo. Si hablamos tanto de la revolución de la no-maternidad y aplaudimos a quien la escoge (obviando a quien vive en la Edad de Piedra, claro está), ¿por qué no podemos iniciar la revolución de la infertilidad, dando un espacio y animando a quien la sufre? Si practicamos más la compasión quizás esa amiga, hermana, o compañera de trabajo, un día se anime a compartir contigo que está hecha trizas porque no consigue quedarse embarazada, y las demás quizás no podrán ponerse en su lugar, pero sí podrán ofrecer una escucha compasiva y bienintencionada, sin juzgar antes de pensar.